Yo iba en su bicicleta en un trayecto de poco menos de dos kilómetros por el laberinto sevillano a esa hora en la que la gente entra en estado de levitación trascendental, que es como se pone uno cuando se ha tomado la segunda cerveza sin tapa, según mi amigo Pepe Monforte. Los restos de la cera de las lágrimas de los cirios de la Semana Santa hicieron resbalar un par de veces la rueda delantera, así que uno doblaba por la plaza de Pumarejo un poco como si bajara el Tourmalet: jugándosela. Porque uno va mirando a la gente –las caras tranquilas, las risas, los cariños, los brazos que los hombres pasaban por encima de los hombros de las mujeres–, y los portales, graciosamente resueltos, las fachadas tan suyas, y por supuesto, las iglesias que empiezan a iluminarse sobre un arco de luz que va desde la basílica de la Macarena hasta la adoración perpetua de San Onofre, tan recogida que parece que uno reza en la palma de la mano de María.
Author: (abc)
Published at: 2025-04-27 17:37:21
Still want to read the full version? Full article