Y ni siquiera es cierto que no se despidiera, como demuestran las primeras líneas de la carta que escribió a su cuñada Hannah el 21 de febrero de 1942, poco antes de morir: “Al marcharme así, mi único deseo es que creas que es lo mejor para Stefan —sufriendo como ha sufrido estos años con todas las víctimas de la dominación nazi— y para mí, siempre enferma de asma”. Tenía que ser; porque, por mucho que Séneca afirmara que “nada mejor ha hecho la ley eterna que el habernos dado una sola entrada para la vida y muchas salidas” (Cartas a Lucilio), y por mucho que diera un baño de realidad al sentenciar que “el camino hacia la libertad” es “cualquier vena de tu cuerpo” (Sobre la ira), el suicidio es una bomba para los cercanos; una bomba que, tratándose de la muerte de Zweig, con los ejércitos de Hitler venciendo aún en todas partes —faltaban unos meses para Stalingrado, el principio del fin—, nadie podía separar de lo que estaba pasando en el mundo; era una muerte política, y un hombre tan comprometido como Mann casi la consideró una traición. Klaus Mann, hijo de Thomas Mann y autor desgraciadamente poco conocido en la España actual, lo tuvo más claro desde el principio: “el humanista y ferviente hombre de letras, el conocedor de cosas sutiles y adorables no pudo soportar el espantoso espectáculo de un mundo que se rompe a pedazos” (23 de febrero de 1942).
Author: Jesús Gómez Gutiérrez
Published at: 2025-04-19 19:55:24
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